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A clase hay que ir como un novio en busca de su amada

A clase hay que ir como un novio en busca de su amada

Hace unos días, mi hermano Luis Alvaro me preguntaba por un artículo de educación muy bueno. Lo había leído a partir del galimatías de enlaces, que me traigo entre las blog que administro y redes sociales en las que enredo.

Por sus señas me di cuenta de que se trataba de un artículo titulado “Enseñar o el oficio de aprender”, que aparecía en El adarve, el blog de Miguel Ángel Santos Guerra (guardado en: Artículos 2009, Artículos en La Opinión — 21 Febrero 2009 @ 6:00

Alguien puede pensar que, es raro que dos hermanos hablen de estas cosas, pero en nuestro caso es normal, nos hemos criado en un colegio y los cuatro hermanos nos dedicamos a la educación.

Pues bien, esta consulta de Luis Alvaro me animo a releer el artículo detenidamente. Mi intención era descubrir las razones por las que a mi hermano le había gustado tanto el artículo.

Y ahora, después de varias lecturas detenidas me he animado a menear esta bella historia en mi blog, y ayudar así modestamente a divulgarla.

En la profesión docente es decididamente preciso tener la convicción y la pasión de apreciar que somos capaces y necesitamos aprender siempre. Mi padre decía que, a clase siempre había que ir como un novio en busca de su amada.

Ea, sin más preámbulo, cuento el relato que Graciela Simari, le envió en su día a Miguel Ángel Santos Guerra –espero haber citado la fuente convenientemente-.

“Era mi primer puesto de trabajo y no podía mantenerme tranquila ni por un instante. Llevaba la sabiduría recién adquirida en la formación y mis mejores notas. La escuela estaba en el medio de una zona casi despoblada y parecía un edificio a punto de derrumbarse. Cuando llegué a la dirección me encontré con Yolanda. Era una mujer de unos cincuenta años, morocha y regordeta, sentada tras un escritorio atiborrado de papeles que necesitaban ser ordenados con urgencia. Ella se puso rápidamente de pie para saludarme.

- Soy Yolanda, la directora de este establecimiento. ¿Eres la maestra de segundo?

Le contesté que sí y que era la primera vez que trabajaba como docente. Se sonrió y me deseó suerte. Yolanda me presentó ante los alumnos, les dijo que conmigo iban a aprender mucho, que aprovecharan que tenían una maestra jovencita que se podía agachar para leerles un cuento, cosa que su directora viejecita ya no podía hacer, puesto que su columna no se lo permitía. Luego me miró y me dijo que tratara de aprender todo lo que pudiera de esta experiencia que seguramente sería inolvidable.

En esto apareció una señora. Se asomó a la ventana, empezó a mirar a todos los chicos y, a gritos, saludó:

- Hola, Cami. Aquí está mamá, ¿eh?

La nena la saludó y sus compañeras también. Yo la saludé con cortesía pensando que después de ver a su niña seguiría con sus actividades. Me equivoqué. Y cuánto. Puse en la pizarra una serie de problemas y Nelly pues ese era su nombre- comenzó a gritar: “Es demás el primero es de más. Camila, hija, es de más”. Mi asombro no tenía límites. pero tampoco me parecía apropiado que fuera a decirle a Yolanda que no podía solucionar esta irrupción, así que me acerqué suavemente y le dije a la señora que se fuera, que no interrumpiera la clase porque los nenes se distraían. Me pidió disculpas y se retiró. A la salida la divisé de lejos, apartada del grupo de madres que generalmente se encuentran cercanas a la puerta, y me acerqué a ella para dejarle claro el motivo de que se fuera de la ventana, porque sentía que, ante su invasión, había sido muy dura con ella.

- No hay problema, maestra. No voy a ir más.

Creo que me emborraché con el olor a vino que despedía su aliento. Sin embargo, recordé que cuando había aparecido temprano por la ventana, estaba sobria. Al día siguiente, Nelly se asoma de nuevo y mira el pizarrón. La consigna que estaba escrita era la de completar oraciones. Los chiquitos trabajaban pacíficamente. Nelly miraba a Camila y al resto de los chicos y también a mí. Pero no intervino en la clase. Se quedó mirando calladita. Sin embargo, me acerqué, la saludé y me quedé plantada delante de ella para que tomara la iniciativa de irse sin necesidad de que yo se lo pidiera. Mi miró y se fue sin decir ni mu. Los días siguientes siguió pasando exactamente lo mismo, con la diferencia de que cada vez que yo la miraba, ella se agachaba para ocultarse. Pero yo veía sus cabellos, la parte superior de la frente y, sobre todo, sentía su mirada de ojos parados posados en mí. Y me molestaba. Fui durante el recreo hasta la Dirección para decírselo a Yolanda. Le conté lo que venía ocurriendo desde hacía tiempo, pero no pareció darle importancia al tema. Me dijo que la tolerancia era un preciado don, que aceptar las diferencias.

Me di media vuelta y marché, ofendida, para el resto del recreo que aún no había concluido. Durante una hora libre que tuve, fui nuevamente a la dirección a hablar con Yolanda pero ella, esta vez, me hizo sentar. Me preguntó cómo estaba con el grupo y cómo seguía con Nelly. Le conté que todo seguía igual con ella, que se iba y que yo me sentía incómoda. También quiso saber si ella interrumpía el trabajo de los chicos y si Camila había bajado su rendimiento desde que su madre iba a visitarla. Le comenté que Cami seguía siendo tan buena alumna como siempre, que Nelly sólo había intervenido el primer día, pero que después no lo había vuelto a hacer, pero que yo no soportaba la mirada constante de la mujer, que su presencia me molestaba porque toda la tarde se plantaba en la ventana. Yolanda me miró con ternura y me dijo:

- Nelly es alcohólica. No bien deja a Camila en la escuela, corre para la fonda a tomar unos vinos. No tiene trabajo. Me dices que toda la tarde se queda sin interrumpir mirando a su hija por la ventana. Mientras Nelly mira a su hija, no bebe. A ti te molesta esa mirada constante, pero qué bien le hace a Camila ver toda la tarde que su mamá sobria quiere estar presente mientras su hija aprende. No dije más. Me fui avergonzada del despacho porque había hecho pesar mis intereses por encima de los de Camila. Abracé a la directora porque me había dado una inolvidable lección”.

Pues ya está, yo si que no digo nada más, sólo añado lo que apostilla Santos Guerra: “Hay dos tipos de personas, las inteligentes, que aprenden siempre, y las otras que tratan de enseñar a hora y a deshora. Por eso pienso que enseñar es el oficio de aprender. La vida, la escuela y el aula son libros abiertos. En cada persona podemos encontrar a un enseñante si de verdad nos sentimos aprendices”.

Fuente: http://blog.laopiniondemalaga.es/eladarve/2009/02/21/ensenar-o-el-oficio-de-aprender/

otra fuente inagotable, un maestro y un aprendiz crónico: Eufemio Rubio Neila

1 comentario

Ramón Rubio -

Qué suerte el haber crecido rodeado de tantos aprendices crónicos, aunque luego no me haya dedicado a la enseñanza... Un fuerte abrazo a todos mis grandes maestros.